A 200 años del fallecimiento de Manuel Belgrano

El zonzo de Belgrano, por Hernán Brienza. Es una figura revulsiva para nuestra sociedad por su honestidad. Belgrano tiene una decencia subversiva.

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Una de las cuestiones que más me llamó la atención en la celebración del Bicentenario del Éxodo Jujeño es la ausencia de crónicas y relatos sobre la célebre gesta popular. No había un solo libro escrito sobre esa epopeya cívico-militar hasta ahora. Y la pregunta que surge casi obligada es: ¿por qué nunca nadie lo hizo? ¿Ni en Buenos Aires ni en la propia provincia de Jujuy? Se trata, sin duda, de un proceso de invisibilización de los sectores populares, de la Argentina mestiza, gaucha, indígena. La gloria siempre perteneció al individuo y no al colectivo. Por eso aquellos pueblos oscuros que sacrificaron todo por seguir a un generalito improvisado como Manuel Belgrano aparecieron como una anécdota apenas en las páginas oficiales de la Historia, escrita así, con mayúsculas. Y del mismo proceso de invisibilización social fue víctima el propio Belgrano. Excepto que el abogado porteño quedó sepultado por el bronce y por el mármol y por la burla socarrona de una sociedad que lo consideró siempre un zonzo.

En 1864, se produjo un debate extremadamente particular entre un presidente y un ministro de hacienda. Bartolomé Mitre y Dalmacio Vélez Sarsfield discutieron sobre qué hacer con la historia argentina.

En los primeros meses de ese año, Vélez Sarsfield publica en el diario El Nacional una serie de notas tituladas "Rectificaciones históricas: General Belgrano, General Güemes". Básicamente, el ministro opinaba que en los pueblos del Norte argentino no había decaído el fervor revolucionario cuando en 1812 llega Manuel Belgrano, que en ese sentido no fue él quien encendió el fuego amortiguado de la rebelión, que los errores de la revolución no fueron culpa de los pueblos sino de sus conductores, que el nombre de Güemes debía figurar al lado del de Simón Bolívar, y que nada habría cambiado si Belgrano hubiese ido o no al Norte. El argumento central de su teoría era que el general Belgrano no era un personaje tan importante como para que su figura sintetizara el proceso emancipador de la segunda década del siglo XIX. Lacónico, el ministro escribió, impiadoso, algo que hoy podría ser considerado una herejía nacional. La obra que había publicado su presidente, según él "es la historia de un zonzo escrita por otro zonzo". Mitre, pese a su investidura presidencial, decidió ponerle el pecho al debate y responde desde las páginas del periódico La Nación Argentina, y aporta la documentación utilizada en su biografía fundacional e inicia un agudo –y no por eso menos macabro– análisis sobre la naturaleza de la democracia y el caudillaje.

Resulta curioso leer a los contemporáneos de Belgrano. Tanto José María Paz como Gregorio Aráoz de Lamadrid tienen una visión con poca estima respecto de Belgrano. Y a juzgar por las bromas a las que era sometido constantemente por sus subordinados, entre ellos Manuel Dorrego, no parece tratarse de un hombre infalible y marmóreo. En las crónicas y en las apreciaciones de quienes convivieron con Belgrano se pueden leer calificativos como "poco brillante", "limitado", "ignorante de estrategia militar", "ingenuo", "inocente", "cándido", "torpe". El imaginario que existe sobre Belgrano es que era poco menos que un "nerd" que se sentaba en la primera fila del colegio, si se me permite la metáfora. No es un héroe narrado con nobleza, hidalguía, victorioso, más bien es un muchachito de modales tenues, dubitativo, que perdió casi todas las batallas que combatió. Es el creador de la bandera y poco más que eso, a lo mejor es un político que, propuesta irrisoria, quería coronar un rey indio. Y es posible que haya sido un poco de todo eso. Pero, aunque parezca contradictorio, creo que es allí donde se esconden sus virtudes.

Belgrano es, fundamentalmente, un intelectual. Un hombre de estudios y de acción política serena, a quien la historia lo tomó por los hombros. Abogado, sin preparación militar, se dedicó a conspirar constantemente contra el dominio peninsular, hasta que el 24 de mayo de 1810 amenazó con volarle la tapa de los sesos al virrey Cisneros. Cerebro económico de los revolucionarios radicalizados, le sopló al oído las pautas económicas a Moreno para el Plan Revolucionario de Operaciones. Porque si hay algo que tenía Manuel era un proyecto de país con un desarrollo autónomo. Basta leer sus trabajos económicos en la Gazeta o el Correo de Comercio para comprender que su liberalismo concluía donde comenzaban los perjuicios para la economía local. Sus trabajos sobre intercambio económico incluyen medidas proteccionistas, espionaje, diplomacia para la exportación, creación de valor agregado a través del trabajo, necesidad de industrialización, intervencionismo estatal. En síntesis, se trata de un liberal nacionalista pragmático. Pero, ¿qué significa exactamente eso? Se trata de estar convencido de que la libertad económica favorece el desarrollo de las dinámicas de creación de riquezas pero que tienen un límite, es decir, que hay un nosotros –la patria– que interviene lo dogmático para transformarlo en empírico. Liberalismo, sí, pero mientras favorezca a la Nación. Un pragmatismo del nosotros, de una identidad concreta. Belgrano no llega a ser un líder popular como Dorrego, como Artigas, como otros caudillos federales. Su concepción sobre los sectores populares no se lo permite. Sin embargo, tiene una idea de democracia mucho más profunda que el de los liberales conservadores que se legitiman con su figura. Alberdi mismo lo admite cuando escribe: "Mitre y Sarmiento… quieren reemplazar los caudillos de poncho por los caudillos de frac; la democracia semi-bárbara, que despedaza las constituciones republicanas a latigazos, por la democracia semi-civilizada, que despedaza las constituciones con cañones rayados, y no con la mira de matarlas sino para reconstruirlas más bonitas; la democracia de las multitudes de las campañas, por la democracia del pueblo notable y decente de de las ciudades, es decir, las mayorías por las minorías populares; la democracia que es democracia, por la democracia que es oligarquía… Belgrano, para librar al país de los Artigas y los Francia, no trataba de exterminarlos, sino buscaba la cooperación de ellos mismos para dar a la democracia la forma que la libre de tener por jefes caudillos semi-bárbaros, elegidos por las campañas y caudillos semi-cultos, elegidos por las ciudades; y que, en lugar de caudillos, o jefes populares de toda especie, tomase una personificación permanente en la forma de gobierno adoptado por la civilización de la Europa liberal, que dé paz y libertad a las campañas y a las ciudades, a los semi-bárbaros y a los semi-cultos, sin perjuicio del derecho democrático de todos a tomar en la gestión de gobierno la parte que le concede esencialmente la necesidad de moderarlo y mantenerlo dentro de la ley y del respeto de los derechos populares. Eso quería Belgrano…" O al menos eso quería el Belgrano de Alberdi.

Pero Belgrano pasó a la historia como un zonzo. En el fuero íntimo, ningún padre querría que su hijo fuera como Belgrano. Porque es profundamente subversivo para el modelo cultural dominante de los argentinos construido en estos 200 años en los que la viveza criolla es más celebrada que la honestidad, y el desprendimiento y la generosidad es objeto de burla por parte del cinismo tanguero. Belgrano cobra su sueldo y lo dona al Estado para que construyera cuatro escuelas. Nace en una familia rica y termina en la pobreza. Su vida está surcada por el sacrificio, el amor a esa "nadería" que se llama patria, la entrega absoluta. Tarde o temprano es inevitable que cualquiera de nosotros tuerza la boca socarronamente y sugiera: "En el fondo, Belgrano era un logi de cuarta". Y allí, justamente allí, está su potencia subversiva. Semeja a la mitad insoportablemente buena del Vizconde Demediado de Ítalo Calvino. Porque aunque equivocado, ignorante, torpe, inocente, Belgrano hace siempre lo que se debe hacer. Es el imperativo categórico kantiano en carne y hueso, si se me permite la humorada. Y ese "despotismo moral" es inaguantable para una sociedad que ha pautado sus conductas admirables en el latrocinio, la entrega y el saqueo. Es inimaginable Belgrano mazorqueando unitarios o degollando gauchos junto a los coroneles orientales de Mitre. Nadie puede pensarlo organizando un ejército para despojar a los pueblos originarios de sus tierras y repartiendo las tierras entre unas pocas familia. Mientras Belgrano donaba su sueldo para construir cuatro escuelas en Jujuy, Julio Argentino Roca se quedaba con cerca de 300 mil hectáreas del sur para su propio provecho tras la Campaña del Desierto. Obviamente, es una comparación descontextualizada y el mismo Roca merece ser debatido profundamente sin eslóganes ni lugares comunes, pero sirve como comparación de instantáneas. Porque parece imposible ver a Belgrano involucrado en el fraude patriótico o en el bombardeo a Plaza de Mayo. Él, un general improvisado que protegió desde la retaguardia a un pueblo que renunciaba a todo en función de su propia libertad, no parece capaz de meter picana, violar mujeres y llevar adelante una guerra contra su propia población. Y no hago una traspolación ideológica absurda. Simplemente, propongo utilizar en clave de juego la mirada inocente e incorruptible de Belgrano sobre las miserias de los sectores dominantes argentinos. Imaginemos cuán distinta hubiera sido la Argentina si los sectores dominantes hubieran elegido el ejemplo de Belgrano como rector de sus acciones. Y lo digo teniendo en cuenta que el pensamiento belgraniano tiene algunos aspectos conservadores, moderados, en materia social.

No tiene el romanticismo militante de un Monteagudo o de un Dorrego ni el cautivante aventurerismo sanmartiniano. No produce la admiración desbordante y caribeña de un Simón Bolívar o la convicción revolucionaria y democrática de Artigas. Su fuerza –más allá de sus admirables ideas y su callado tesón de hombre político y de acción– está en sus convicciones morales. Belgrano es revulsivo para nuestra sociedad por su honestidad. Belgrano tiene una decencia subversiva.
Manuel Belgrano tenía 42 años cuando tomó la decisión más importante de su vida. Reflexionemos un poco sobre lo que significa su renuncia a la comodidad de una vida "burguesa" en la ciudad para abrazar la aventura de andar por cerros y llanos, sucio y desaliñado con un ejército a cuestas intentando una patria a sus espaldas. Sin dudas Belgrano es un zonzo. Pero nadie podrá negarme la cantidad de belleza que contiene su zoncera.

En estos 200 años pocas veces los sectores dirigentes de nuestro país han optado por la ingenuidad belgraniana. Y así se ha ido conformando una entidad cultural en la que el cortoplacismo y la ventajería fueron celebrados como valores en sí mismos. De hecho el liberalismo conservador criollo es apenas la doctrina de los más fuertes en un coto de caza para caníbales. Así, los argentinos aislados hemos sido condenados durante muchos años a elegir entre la hijoputez o el cinismo –entendido como la náusea y el sinsentido– para sobrevivir de la mejor manera posible en plena cacería.

Pensar, hablar, imaginar, preferir a Belgrano supone, entonces, un cambio de paradigma cultural profundo. Significa abandonar la especulación miserable para emprender un peregrinaje gracias al cual la "zoncera" de una patria para todos parece posible.

Fragmento del libro “Éxodo Jujeño” (Hernán Brienza).

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